La maldición del apellido Hemingway: siete suicidios, enfermedades mentales, abusos sexuales y alcohol

La maldición del apellido Hemingway: siete suicidios, enfermedades mentales, abusos sexuales y alcohol

Los Hemingway más famosos: Ernest y sus nietas Margaux y Mariel

 

Tenía 61 años, infinitas aventuras corridas, heridas en cada centímetro de su cuerpo y varios premios literarios cuando, la madrugada del domingo 2 de julio de 1961, Ernest Hemingway -el escritor de El viejo y el mar, Adiós a las armas Por quién doblan las campanas– bajó sin hacer ruido al sótano de su casa para elegir el arma. Tomó su escopeta preferida, una Boss calibre .12, y subió los escalones hacia el hall de entrada. La cargó con dos balas, apoyó la culata contra el piso y acomodó su boca como en un beso final rodeando el caño. Apretó el gatillo y, tal cual él sabía que ocurriría, el plomo emergió con una explosión surcando su carne y generando un revoltijo celular en su cerebro.

Por infobae.com





Estaba en la casa que había comprado en Ketchum, Idaho, un año antes y esto era lo que deseaba desde hacía mucho.

Fin para Ernest.

No era el primer suicidio de la familia. Ni sería el último.

Por supuesto, como era costumbre de la época, a sus nietas, las hijas de su hijo mayor Jack Hemingway, no les dijeron la verdad hasta muchísimos años después. Hablaron de un “un accidente fatal” mientras el célebre autor limpiaba el arma. Entierro y gloria. ¡Después de todo Ernest había estado a punto de morir tantas veces! Bajo bombardeos alemanes cuando manejaba ambulancias durante la Primera Guerra Mundial; cuando fue herido por fuego de mortero en el frente y cuando recibió fuego de metralla en ambas piernas en Italia; dos veces más en accidentes aéreos durante safaris por el continente africano; choques de autos varios; incendios y hasta la caída de un tragaluz de hierro y vidrio sobre su cabeza. A Ernest no le resultaba nada fácil morir. Por eso, cuando su mente se nubló una vez más, tomó el asunto en sus experimentadas manos de cazador.

Sus descendientes más jóvenes no supieron por mucho tiempo del gen de la desolación que recorría las entrañas de los Hemingway a pesar de las cosechas de éxitos. Ni del tráfico de dolores esos apretados dentro del pecho que pronto sentirían.

El monstruo empapado de ginebra

Ernest vivió miles de vida en seis décadas. Estuvo en todos los frentes y desafió todos los límites. Escribió sin pausa sobre la vida, la guerra, la condición humana y la muerte. Quería revolucionar la forma de escribir y lo logró atrapando al público de manera masiva.

Nació el 21 de julio del último año del siglo XIX, en Illinois, Estados Unidos. Su padre Clarence era médico y su madre Grace, profesora de música. Fue el cuarto de cinco hijos y, como en esa época era costumbre vestir a los pequeños sin diferencia de género, anduvo por su infancia vestido igual que su hermana Marcelline. Ropa con mucho adorno y el pelo bien largo. Ernest odió esta costumbre desde el comienzo y a su madre por perpetuarla. Además Grace insistía, aumentando su rencor, en que tocara el violoncello. Nada aburría más al pequeño aventurero. En cambio, con su padre, sí que se sentía a gusto. Desde los 4 años Clarence lo llevaba a cazar, pescar y acampar entre bosques y lagos. Los desafíos de la naturaleza y los deportes, sobre todo el boxeo, era lo que atrapaba su mente y cuerpo inquietos.

Al terminar el secundario, Ernest comenzó a trabajar como reportero para un diario. Quiso alistarse en el ejército para servir en la Primera Guerra Mundial, pero su gran miopía lo dejó fuera. Insistió y logró convertirse en conductor de ambulancias. Así fue que llegó al frente italiano donde fue herido por un mortero. Aun así logró rescatar a un soldado lo que le hizo ganar una medalla de plata. Poco tiempo después, volvió a ser alcanzado por fuego de metralla en ambas piernas y debieron operarlo de urgencia. Terminó pasando seis meses en un hospital sin saber si perdería o no sus extremidades.

En 1919 fue enviado de regreso a su casa para poder recuperarse.

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