El enigma Oppenheimer: la demencia precoz, el suicidio de su amante y la culpa por haber creado la bomba atómica

El enigma Oppenheimer: la demencia precoz, el suicidio de su amante y la culpa por haber creado la bomba atómica

Robert Oppenheimer fue el padre de la bomba atómica y se arrepintió de su creación (AP/John Rooney, archivo)

 

 

 

A los catorce años le diagnosticaron demencia precoz. O una forma aguda de la esquizofrenia. Era ya un muchacho de carácter oscuro, con grandes gestos de generosidad y otros de una mezquindad inexplicable, de una salud frágil, sacudida por frecuentes infecciones intestinales.

Por Infobae

Con los años, Robert Oppenheimer se convirtió en un físico excepcional, fue padre de la bomba atómica y el alma mater del laboratorio de Álamogordo, en Los Álamos, Nuevo México, que hizo levantar, y sostuvo, en medio de un desierto áspero y hostil donde no crecía nada.

Se arrepintió pronto de su creación, el poder nuclear desatado que arrasó con Hiroshima y Nagasaki. Ni bien estalló con éxito la primera bomba atómica, en aquel desierto yermo y salvaje, supo que el poder que había descubierto, fabricado, amparado y entregado al gobierno y a las fuerzas armadas de Estados Unidos, era terrible. No valoró en público lo que sabía en su interior: había librado una feroz carrera contra el tiempo y los elementos para que la bomba atómica no estuviera primero en manos del nazismo que ambicionaba dominar el mundo.

Cuando el primer ensayo atómico, llamado “Trinity”, tuvo éxito, Oppenheimer, con voz cansada y los ojos fijos en la lente de una cámara que filmó su testimonio, reveló cuál había sido la reacción de su grupo de científicos y militares en Álamogordo: “Sabíamos que el mundo ya no sería el mismo. Algunas personas se rieron, algunas lloraron, la mayoría guardó silencio”. Después, citó la Bhagavad Gita, un texto sagrado hinduista: “Me he convertido en la muerte, el destructora de mundos”. Sin embargo, los testigos de la primera explosión atómica revelaron que su reacción fue entusiasta: “It worked!” (”¡Funcionó!”)

 

Una vista aérea después de la primera explosión atómica, Trinity, en el sitio de prueba en Nuevo México, el 16 de julio de 1945 AP, archivo)

 

Fue un héroe nacional que, en los tristes años del macartismo en Estados Unidos, fue acusado de comunista, perseguido, sospechado, raleado, desterrado en su propio país; su talento notable quedó bajo el menosprecio de quienes sospechaban de él y de quienes detestaban su vuelco al pacifismo, muchas veces en el mismo bando de detractores.

En los años 60 se inició un tenue proceso de rehabilitación cívica. En 1963, poco antes de ser asesinado en Dallas el 22 de noviembre, el presidente John Kennedy le otorgó el Premio Enrico Fermi que le entregó el sucesor de Kennedy, Lyndon Johnson. Premiaban así: “Sus contribuciones a la física teórica como profesor y originador de ideas, y por el liderazgo del laboratorio Los Álamos y del programa de energía atómica durante años críticos”.

Ahora, una película excepcional, “Oppenheimer”, dirigida por Christopher Nolan y protagonizada por Cilian Murphy, famoso por “Peaky Blinders”, intenta y logra hacer justicia no ya con la figura del científico esquizofrénico, sino con una época irrepetible a la que, por error, se juzga con los ojos de hoy. ¿Quién fue Oppenheimer, qué hizo y qué no hizo a lo largo de una vida estremecida y golpeada por la enfermedad y el genio?

Había nacido en New York el 22 de abril de 1904, hijo de un empresario textil judío alemán y de una apasionada por el arte. Estudió en el Ethical Culture Society School, que era por entonces una de las más prestigiosas escuelas privadas de la ciudad, que se levantaba en el Upper West Side y preparaba a sus alumnos para que fueran de cabeza a una, cualquiera, de las universidades que integraban la prestigiosa Ivy League de estudios superiores. El chico Oppenheimer, ya con su diagnóstico de demencia precoz a cuestas, se destacó en arte y ciencia. Y se volcó a la ciencia. Entró a Harvard un año más tarde de lo que le correspondía porque una enfermedad infecciosa intestinal lo pegó de lleno y lo dejó tambaleante, con una salud ya vidriosa y quebradiza.

Un viaje le cambió la vida. Un viejo profesor de literatura, ya jubilado, lo llevó a Nuevo México para que recuperara, si eso era posible, su salud extraviada. Oppenheimer descubrió un paisaje espectral, desolado, un desierto seco y yermo, una obligación inalienable de sobrevivir a cualquier precio que lo cautivaron. Ese paisaje, esa forma de vida se iba a meter en su interior, iba a integrarse a su personalidad y sería el escenario de su experimento atómico.

Remedió su entrada tardía a Harvard con una graduación con el máximo puntaje, suma cum laude, en Química y en sólo tres años. Se interesó por la física experimental en un país y en una época, principios de los años 20, en los que no había centros especializados: estaban en Europa donde la ciencia sí brillaba. Viajó a Inglaterra, y en Cambridge descubrió su parca habilidad en los laboratorios y su formidable potencial como físico teórico. Años después, dirán de Oppenheimer que sus fórmulas matemáticas, destinadas a demostrar sus principios físicos, tenían la cadencia elegante de una cantata de Bach. De Bach decían que las partituras de sus cantatas podían exhibirse como pequeñas obras de las artes plásticas.

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