Atroz agonía y certeza de muerte: cuando el “núcleo del demonio” de la bomba atómica diluyó a un joven físico

Atroz agonía y certeza de muerte: cuando el “núcleo del demonio” de la bomba atómica diluyó a un joven físico

Herbert Lehr (izquierda) y Harry Daghlian (derecha) llevan el tapón de manipulación ensamblado que contiene el pozo de plutonio el 13 de julio de 1945

 

Fue imprudente, confiado, entusiasta; también fue un poco inconsciente y algo tonto. Jugaba con fuego, pero con un fuego terrible, despiadado e imprevisible al que los científicos habían llamado “el núcleo del demonio”. Y se confió. Entonces, a su modo, se convirtió en un héroe, esos hombres simples a quienes retrata siempre con entusiasmo Steven Spielberg, que se enfrentan de pronto a unos hechos que los sobrepasan y que pese a todo cumplen su misión con modesta y certera eficacia. Aunque les cueste la vida.

Por infobae.com





La noche del 21 de agosto de 1945, seis días después de la rendición de Japón, que se firmaría en septiembre para poner fin a la Segunda Guerra Mundial, y bajo el humo ardiente y contaminado de las hogueras atómicas de Hiroshima y Nagasaki, en el laboratorio de Los Álamos, en el desierto de Nuevo México, Harry Daghlian trabajaba en el armado de la tercera bomba atómica que, si hubiese sido necesario, habría sido arrojada sobre Japón. Era, debía ser, una bomba más poderosa y fatal que las anteriores, si eso era posible. Y era posible.

Daghlian manipulaba aquella noche una esfera radioactiva de seis kilos, con un revestimiento de níquel que evitaba que cualquier partícula se escapara de aquella esfera, porque, de suceder, sería un desastre. Todo era muy seguro. O casi. Pero aquel monstruo vivo, latente y en apariencia ingenuo, era peligroso, volátil, inasible e imprevisible, era el “núcleo del demonio”. Si la bomba atómica hubiese sido un pan, aquello era su masa madre. Era un monstruo al acecho, un animal feroz que podía despertar en cualquier momento y al que los científicos habían adoptado como a una mascota ante la irremediable realidad de tener que convivir con él.

Harry era en realidad Haroutune Krikor Daghlian Jr., de ascendencia armenio-estadounidense que había nacido en Waterbury, Connecticut, el 4 de mayo de 1921. Tenía aquella noche veinticuatro flamantes años. Había estudiado, un chico brillante, en la primaria de Harbor, New London, adonde su familia se había mudado. A los diecisiete años fue violinista, como Einstein, de la orquesta de su escuela, mientras Europa coqueteaba con la Segunda Guerra Mundial. Ingresó al prestigioso, todavía no mítico, Instituto de Tecnología de Massachusetts, MIT, para estudiar matemáticas, pero lo pudo la física, en especial, la física de partículas. En eso estaba cuando el coqueteo europeo con la guerra se transformó en una danza de horror. Se graduó en 1942, al año de la entrada de Estados Unidos en el conflicto, en la Universidad de Purdue, Indiana.

Una fría noche de febrero de 1943, fuera de las aulas de la Universidad, el flamante egresado se cruzó con un tipo misterioso que le hizo una pregunta tramposa, de respuesta casi inducida: “¿Te gustaría unirte a un proyecto que va a cambiar el mundo?”. Ningún chico que se precie rehúye a sus veintiún años a decir sí a semejante oferta. Así fue como Daghlian entró al Proyecto Manhattan que diseñaba la primera bomba atómica de la historia. Lo hizo junto a su amigo Louis Slotin, que compartiría su trágico destino nueve meses después de la muerte de Harry.

La noche del 21 de agosto de 1945 Harry jugaba con el núcleo del demonio, esa mascota siniestra adoptada por los científicos de Los Álamos que, incluso, le habían dado un nombre: Rufus, como a un perro malo. Los científicos jugaban con Rufus a ser Dios. En esencia, querían saber qué pasaba cuando el núcleo se acercaba a un estado súper crítico, previo a desatar una reacción en cadena en la que los neutrones se desprenden de un átomo para desprender otros neutrones de otros átomos y liberar una fuerza devastadora. Rufus estaba bajo control, pero si alguien se descuidaba, el perro malo podía perder la paciencia y liberar una cantidad demoledora de radioactividad.

En eso andaba Daghlian, cortejaba a Rufus, el núcleo del demonio, con sus conocimientos de Purdue. ¿Qué hacía? Usaba bloques de carburo de tungsteno para “espejar” los neutrones alrededor del núcleo y hacia su interior. Provocaba a Rufus, no te escapes, perro malo. Así había llevado al peligroso núcleo del demonio a apenas el cinco por ciento previo a su punto crítico, a su punto de no retorno. Entonces, detenía el experimento. Lo hizo varias veces. Pero aquella noche pudo más su mente inquieta, su juventud brillante de científico decidido, hasta pudo más su ingenua torpeza de novato que, a menudo, se disfraza de experiencia. También es verdad que hablar de laboratorios, con la imagen que proyectan hoy los del siglo XXI, llama a engaño: el de Los Álamos, como tantos otros de la época, se parecía más a un banco de pruebas mecánicas, a la tarima de un artesano carpintero donde se tallaba a escoplo el futuro atómico del mundo.

Después de cenar aquella calurosa noche del 21, era martes, y cuando todo aconsejaba el descanso, Daghlian regresó a su laboratorio. Solo. Y a altas horas de la noche. Violó así las dos primeras reglas de la rigurosa seguridad de Los Álamos. Allí estaba Rufus, bufaba como una bestia atada. ¿Cómo era que bufaba Rufus? A través de un contador Geiger que revelaba con un sonido monocorde su humor y su paciencia escasa. Todos sabían qué implicaba jugar con el “núcleo del demonio”. En Los Álamos decían que era como hacerle cosquillas en la cola a un dragón. Eso fue lo que hizo Daghlian. Colocó cerca del núcleo atómico un último bloque de tungsteno, con lo que el reflejo de los neutrones se hizo más intenso. El contador Geiger le gritó a Daghlian, con su voz metálica, que era hora de parar. Fue lo que quiso hacer el joven físico. Trató de quitar uno de los bloques de tungsteno que resbaló de su mano y cayó al lado de Rufus. Eso fue todo. Rufus despertó, atacó y el desastre fue instantáneo.

Jorge Luis Borges escribió alguna vez una dolida descripción que encerraba el designio único y final del ser humano: “Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en el que el hombre sabe para siempre quién es”. Daghlian no había leído a Borges y ya no lo leería nunca. Pero supo de inmediato que iba a morir en poco tiempo, y de una manera espantosa porque había desatado en su laboratorio una reacción atómica en cadena, y comprendió que debía salvar de alguna forma a todo cuanto lo rodeaba del inminente estallido nuclear. Lo hizo. Evitó el estallido y murió veinticinco días después, diluido por la radiación.

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