El conde ludópata que quiso asesinar a su esposa pero en la oscuridad se equivocó de mujer y huyó sin dejar huella

El conde ludópata que quiso asesinar a su esposa pero en la oscuridad se equivocó de mujer y huyó sin dejar huella

El conde John Bingham tras anunciar su compromiso con Verónica Duncan, en octubre de 1963. (Photo byTerry Fincher/Daily Express/Hulton Archive/Getty Images)

 

Hijo de George Bingham, 6° conde de Lucan, y de Kaitlin Elizabeth Anne Dawson, Richard John (al que llamaban a secas por su segundo nombre) nació en el barrio de Marylebone, en Londres, Reino Unido, el 18 de diciembre de 1934. Era el segundo hijo de la familia, pero un coágulo en el pulmón hizo que su madre fuera internada en lo que llamaban en esa época una casa de reposo y no pudiese ocuparse de él. El bebé quedó en manos de la enfermera de la familia hasta que Kaitlin se recompuso. En 1939 estalló la Segunda Guerra Mundial y sus padres mandaron a sus hijos mayores, Jane y John, a Gales para ponerlos a resguardo del conflicto bélico. Los dos menores, Sally y Hugh, se unieron a ellos meses después. Una vez que estuvieron todos juntos, la familia partió hacia Toronto, Canadá y, luego, terminó por instalarse en Mount Kisco, en el estado de Nueva York, Estados Unidos. Vivirían allí durante cinco años con la multimillonaria norteamericana Marcia Brady Tucker.

Por Infobae





Luego de la guerra, tocó volver. Encontraron a su antigua casa totalmente destruida por los bombardeos. Rehicieron su vida y, aunque eran nobles, el matrimonio se decía agnóstico y predicaba una vida austera. Nada que ver con lo que pretendía su hijo John. Socialistas y todo, matricularon a John en el exclusivo secundario Eton College. Fue en el colegio que John comenzó a descubrir los atajos de la vida y los juegos de azar. Le fascinó tanto que quedó atrapado en las apuestas. Empezó a escaparse del colegio para ir, también, a las carreras de caballos.

El estudio no era lo suyo, pero a pesar de todo logró convertirse en el capitán de la casa de Roe y llegó a ser segundo teniente en el regimiento de su padre: Coldstream Guards. Fue destinado a Krefeld, en Alemania occidental. Curiosamente fue allí donde terminó por consagrarse como un gran jugador de póker. Hasta en la trinchera desplegó su ludopatía.

 

Richard John nació en el barrio de Marylebone, en Londres, Reino Unido, el 18 de diciembre de 1934. Era el segundo hijo de la familia

 

Terminado el servicio militar, en 1955, entró a trabajar a un banco con sede en la capital británica: William Brandt ‘s Sons and Co. Había vuelto a casa. John, como sus padres, era agnóstico, pero de una manera particular. No creía en dios ni en nada que no fuera… el azar.

Un lustro después conoció a un millonario, corredor de bolsa y habilidoso jugador de backgammon llamado Stephen Raphael. Se hicieron íntimos amigos en unas vacaciones en las Bahamas. Por supuesto, John adquirió un nuevo vicio: las apuestas en el backgammon. Fanatizado terminó siendo de los primeros miembros del John Aspinall’s Clermont Gaming Club, en Berkeley Square.

Es cierto que a veces ganaba, pero más cierto es que la mayoría de las veces perdía. Llegó a dilapidar 8000 libras esterlinas en una sola noche (unos 186 mil dólares de hoy). Esa cifra equivalía a todo lo que recibía en un año por las propiedades familiares. Otra noche, en un casino, perdió otras 10.000 libras (253 mil dólares a la fecha) y tuvo que ir a pedir socorro a un tío para que le prestara dinero y poder saldar las deudas.

En una de esas veladas interminables de juerga corrida tuvo la suerte de ganar 26000 libras (en la actualidad serían 661.000 dólares). Eso lo mareó y marcó el principio del fin.

Luego de que un colega del banco fuera ascendido antes que él, decidió renunciar a su puesto. Les dijo a sus jefes en la cara: “¿Por qué debería trabajar en un banco, cuando puedo ganar el dinero de un año en una sola noche en las mesas?”. Pegó el portazo feliz y partió a los Estados Unidos. Por un tiempo, se dedicó a hacer lo que le dio la gana: jugó al golf, corrió en lancha y recorrió toda California con su auto Aston Martin y, de paso, visitó a su hermana Jane. Llevó la vida de bon vivant que siempre había deseado, sin responsabilidades, ni jefes, ni horarios y nadie que le marcara el paso.

La oportuna herencia

Cuando la farra acabó y volvió al Reino Unido se instaló en un departamento en Crescent Park. Pretendía seguir por el mismo camino, solo tenía que esperar un nuevo golpe de suerte en el juego.

 

Cuando se conocieron, Verónica Duncan era modelo y había comenzado a trabajar como secretaria

 

Se interesó por Lady Zinnia Denison y coqueteó con ella. Pero no logró que le prestara suficiente atención. Recién a comienzos de 1963 conoció a Verónica Duncan, tres años menor que él, quien era hija del comandante Charles Duncan y Moorhouse y su mujer Thelma. El padre de Verónica había muerto en un horrible accidente cuando ella tenía solo dos años y su madre estaba embarazada de su segunda hija. Después del drama, la familia se trasladó a Sudáfrica donde, con el tiempo, su madre volvió a casarse. Retornaron a Gran Bretaña cuando su padrastro comenzó a manejar un hotel en Guildford. Verónica y su hermana menor Christine se educaron en el colegio San Swithun, en Winchester, y al terminar de estudiar las dos se mudaron a un departamento en el centro de Londres. Por entonces, Verónica comenzó a trabajar como modelo y secretaria.

El contacto de las jóvenes con la clase alta inglesa provino por el lado de Christine quien se terminó casando con William Shand-Kydd. Él las llevaba a su selecto club de golf y a su casa de campo. Fue en estas salidas donde Verónica conoció a John. El joven era noble, muy alto, un poco tímido, lleno de amigos y portaba con gracia un exuberante bigote. Logró conquistarla sin mucho esfuerzo. Todo marchó rápido. El 14 de octubre de 1963 anunciaron su compromiso y se casaron el 20 de noviembre del mismo año. John tenía 29 años, Verónica 26. A la boda asistió la mismísima princesa Alice, la última nieta viva de la Reina Victoria. Durante la luna de miel recorrieron Europa y viajaron, también, en el famoso y carísimo Orient Express.

 

Cuando se casaron John tenía 29 años y Verónica 26. A la boda asistió la princesa Alice, la última nieta viva de la Reina Victoria

 

El padre de John les facilitó el dinero necesario para que pudieran vivir en una gran casa familiar donde criar muchos hijos. Les compró el número 46 en la calle Lower Belgrave, en el corazón londinense. Una típica casona inglesa de cinco pisos que Verónica decoró a su gusto. Pero, antes del casamiento, el padre de John había hecho algo más: pagar todas las deudas de juego de su hijo.

El nuevo comienzo para John fue muy oportuno porque solo dos meses después de la boda, el 21 de enero de 1964, su padre murió de un derrame cerebral. Él, entonces, se convirtió en heredero de los títulos de su padre: 7° conde de Lucan, barón Lucan de Castlebar, barón Lucan de Melcombe y baronet de Nueva Escocia. Además, heredó una fortuna: un cuarto de millón de libras (más de 6 millones de dólares de hoy). Verónica pasó a ser la Condesa de Lucan.

Hasta aquí, la vida de los que nacen en cuna de oro. Todo era un sueño. Un sueño que John se iba a ocupar de dinamitar.

El James Bond que no fue

El 24 de octubre de 1964 nació la primera hija de la pareja a la que llamaron Frances. Contrataron a una niñera para que se ocupara de la bebé: Lillian Jenkins.

John se dedicó a tratar de enseñarle a su mujer las actividades propias de la nobleza y de las clases altas inglesas: la caza, la arquería, la pesca y el golf. Y, por supuesto, él llevaba la vida de malcriado a la que se había acostumbrado. Desayunaba a las 9 un café, leía el diario, tocaba un rato el piano y corría por el parque con su perro Doberman Pinscher. Al mediodía, iba a almorzar al Clermont y durante toda la tarde se dedicaba a buscar suerte jugando al backgammon. Volvía a su casa para cambiarse y volver al club para seguir apostando.

Fantaseaba con tener 2 millones de libras en el banco. Porque decía que “…los autos, los barcos, las vacaciones caras y la seguridad para el futuro, me darían, y a un montón de otras personas, una gran cantidad de placer”.

 

Después de casado, el noble continuó llevando la vida de malcriado a la que estaba acostumbrado

 

Dueño de sueños grandilocuentes no reparaba en gastos. Solía contratar aviones privados para llevar a sus amigos a las carreras; pedía el vodka más caro de origen ruso y organizaba carreras de botes… John estaba convencido de que la vida era solo una cuestión de cálculo.

Entre sus delirios un día quiso probar con ser actor. Fue en el año 1966 que se postuló para un papel en la película Siete veces mujer. No le prestaron atención. Se enojó tanto que, cuando el famoso productor Cubby Broccoli lo citó para una audición para encarnar a James Bond, lo rechazó sin contemplaciones. Un disparate que nadie entendió. Eso, quizá, podría haber cambiado su trágico destino.

John siguió con su afición al backgammon, donde era reconocido como uno de los diez mejores del mundo.

Loco por los caballos pura sangre gastaba más en cuidarlos que la plata que ganaba con ellos. Por todo esto comenzaron las discusiones con Verónica. Aunque ella no imaginaba las cifras siderales de dinero que su marido dilapidaba cada noche.

En 1967 nació su segundo hijo, George, y en 1970, la tercera, Camilla. Después de este último nacimiento Verónica experimentó una fuerte depresión postparto.

 

Verónica Duncan con sus tres hijos

 

John se preocupó. En 1971 la llevó a una clínica psiquiátrica en Hampstead. Verónica asistió, pero se negó a hacer el tratamiento. Solo aceptó sesiones con un psiquiatra.

En julio de 1972 la familia partió de vacaciones a Monte Carlo. Algo pasó en esos días, no queda claro qué, porque Verónica regresó rápidamente a Inglaterra dejando a John con sus hijos. Seguramente la depresión la tuviera acorralada.

El matrimonio se iba a pique. Dos semanas después de la Navidad de 1972, todo terminó.

Persecución y obsesión fatal

Se separaron y John se mudó a una propiedad pequeña primero y, meses después, a un piso más grande cerca de la casa familiar. Estaba obsesionado con obtener la tutela de sus tres hijos. Quería demostrar que Verónica, por su severa depresión, no era una madre apta para cuidarlos.

Comenzó a espiar a su ex mujer y se la pasaba girando con su auto por la calle Lower Belgrave. Con la ayuda de unos investigadores privados que contrató empezó a grabar sus conversaciones telefónicas. También solicitó entrevistas con los médicos que habían atendido a Verónica. Quería que ellos testificaran que estaba desquiciada. Pero los profesionales no estuvieron de acuerdo con él y le dijeron que la ansiedad y la depresión post parto no eran locura, eran otra cosa muy fácil de tratar.

Mientras perseguía a su ex, John seguía con su vida disipada de ludópata. Todo estaba mal: estaba en bancarrota y su orgullo estaba herido frente a sus amigos de la alta sociedad. John insistía con decir que Verónica estaba loca y que por eso había despedido a la niñera y cambiaba de empleadas todo el tiempo.

Cuando Verónica tomó a Stefanja Sawicka, una joven de 26 años, un día la joven le confesó que John, una vez, le había pegado con un bastón y la había empujado en la escalera. La respuesta de Verónica dejó a la niñera estupefacta: le dijo que ella también le temía a John y sostuvo que “no me sorprendería si un día me mata”.

Sawicka se hartó y dejó su trabajo en 1973, luego de que John con dos de sus detectives quisieran arrebatarle en un parque a los chicos Bingham. Apenas se enteró de lo ocurrido, Verónica se presentó ante la justicia. El juez dispuso una audiencia para el mes de junio de 1973. Sabiendo que su ex quería etiquetarla de loca, ella se internó en una clínica en Roehampton para hacerse estudiar. Los especialistas dictaminaron que si bien necesitaba una leve ayuda psiquiátrica, no padecía ninguna enfermedad mental.

El juicio por la tenencia duró varias semanas y el juez terminó otorgando la guarda a la madre. John podría verlos los fines de semana.

La sentencia agudizó la ira de John. Seguía a su ex mujer día y noche y continuaba grabando sus conversaciones. Protestaba delante de todos diciendo que ella gastaba mucho dinero así que resolvió recortar sus gastos. Verónica, por su lado, decidió trabajar medio día en un hospital. Quería ganar algo de dinero propio. Empezó a pagar a una niñera por horas llamada Elizabeth Murphy. Por desgracia, Elizabeth se hizo amiga de John y empezó a pasarle información. Verónica la reemplazó por Christabel Martin quien le informó que, cuando ella salía, recibía llamadas telefónicas extrañas con jadeos en el auricular y preguntas insólitas.

Los cambios de niñera continuaron hasta que llegó a la casa, a mediados del verano de 1974, Sandra Rivett (29).

Además de haber perdido el juicio, John había tenido que pagar caros abogados. Su situación financiera era cada vez peor y su enojo se potenciaba. Todo lo malo que le ocurría… era culpa de Verónica. Empezó a emborracharse con frecuencia y en medio de sus delirios etílicos decía inconveniencias en público, por ejemplo, que la solución de sus males sería asesinar a su ex. Sus compañeros de juerga pensaron que eran solo desvaríos de un alcohólico consumado.

 

A mediados de 1974, ingresó a la casa, la nueva niñera, Sandra Rivett

 

A John no se le ocurría trabajar y tampoco estaba con una buena racha en el juego. Para hacer frente a los gastos tuvo que pedirle dinero prestado a su madre. No le alcanzó, por lo que le solicitó a su amiga millonaria, Marcia Tucker, 100.000 libras (hoy serían casi 2 millones y medio de dólares). Marcia no era tonta, no le soltó un solo dólar.

Por supuesto, John siguió apostando a todo o nada con la idea de salvarse una noche cualquiera. Su vida se había convertido en un torbellino fuera de control. Para poder conciliar el sueño tomaba montones de pastillas por lo que se levantaba siempre después del mediodía.

Sin embargo, para octubre de 1974, John aparentó bajar un cambio en sus locuras para retomar una vida más normal. El miércoles 6 de noviembre estuvo con su tío, quien lo vio de excelente humor. Luego, con la joven Charlotte Andrina Colquhoun (21 años, una ex asistente de John con la que habría estado saliendo) y el piloto de carreras Graham Hill. Ambos lo vieron feliz y tranquilo.

Prolegómeno de la noche final

El jueves 7 de noviembre John llamó muy temprano a su abogado. A las 10:30 recibió una llamada de Charlotte con quien quedó en verse en el Clermont alrededor de las 15 horas. Tenía pactado allí un almuerzo con Dominic Elwes y el banquero Daniel Meinertzhagen a las 13. Pero John no fue a ninguna de las dos citas. A las 16, llamó por teléfono a una farmacia ubicada en la misma calle de su casa familiar y le pidió al farmacéutico Limbitrol 5, un medicamento que se usaba para la ansiedad y la depresión. Al hombre no le llamó la atención su pedido, era algo que John solía hacer. Cuarenta y cinco minutos después el conde llamó al agente literario Michael Hicks-Haya para que fuera a reunirse con él. Este encuentro se llevó a cabo entre las 18 y las 19. John quería que lo ayudara con un artículo para la revista de la universidad de Oxford. A las 20, él mismo llevó a Hicks-Haya hasta su casa. Curiosamente, no lo hizo en su flamante Mercedes-Benz, sino en un destartalado Ford Corsair que le había pedido prestado a su amigo Michael Stoop semanas antes.

A las 20.30 llamó al Clermont para hacer una reserva para las 23. Iría a comer con Greville Howard y unos amigos más. Pero tampoco asistió al encuentro, ni llamó para avisar que no iría.

Su comportamiento se había vuelto errático.

El objetivo equivocado

Sandra Rivett, la niñera de sus hijos, tenía libre todos los jueves por la noche. Era el día que salía con su novio John Hankins. Justo esa semana hizo un cambio repentino: salió con su pareja el miércoles, por lo que el jueves le tocó trabajar.

El cambio de su noche libre sería una jugarreta mortal del destino.

Ese jueves 7, a las 20, Sandra hizo lo que sería su última llamada registrada por teléfono. Luego de acostar a los chicos, le ofreció amablemente a Verónica (37) preparar té. Eran las 20.55 cuando Sandra bajó a la cocina, que estaba ubicada en el subsuelo de la casona, para hervir el agua y preparar dos tazas. No llegó ni a encender la luz. Un sujeto arremetió contra ella, en medio de la oscuridad. Con un tubo de plomo la golpeó una y otra vez con fuerza en la cabeza. Sandra cayó al piso envuelta en sangre.

Verónica, quien estaba mirando televisión, sintió ruido y como Sandra no volvía con el té se asomó a la barandilla de la escalera. La llamó varias veces. No hubo respuesta así que bajó hasta la cocina para ver qué pasaba. Quiso encender la luz, pero no parecía funcionar. Fue entonces que alguien la atacó por la espalda. Le pegó cuatro veces con un fierro, intentó taparle la boca con la mano y ahorcarla. Pero ella se resistió y le mordió los dedos ferozmente. Logró lastimarlo y eso distrajo al hombre por un segundo. Verónica logró girar y con una de sus manos apretó con violencia sus testículos. Inmediatamente él la soltó. Ella ya se había dado cuenta de que el atacante era su ex marido a quien le rogó: “Por favor no me mates John”.

Si bien hay distintas versiones, la más confiable es la que sostiene que él le admitió a su ex haber matado a Sandra. Verónica, en pánico, prometió que lo ayudaría a escapar y le dijo que curaría sus heridas. En eso estaban cuando se asomó en la escalera su hija Frances que se había despertado por el alboroto. John subió, la tranquilizó y la mandó a dormir. Luego, puso unas toallas para no manchar las sábanas con sangre y le pidió a Verónica pastillas para dormir. Cuando John entró al baño, Verónica aprovechó para huir. Salió a la calle corriendo y se metió en el cercano pub, The Plumber’s Arms. Ingresó ensangrentada y a los gritos, pidiendo ayuda. Dijo que su ex marido había irrumpido en su casa, había herido mortalmente a la niñera y la había atacado. Inmediatamente llamaron a la policía.

Investigación eterna

La policía llegó enseguida a la casa de los condes Bingham, en la calle Belgrave. Ya era la madrugada del viernes 8 de noviembre. No encontraron ninguna señal de que alguien hubiese entrado por la fuerza. En el dormitorio de Verónica hallaron una toalla manchada. Observaron sangre en las paredes de la parte superior de la escalera y que las fotos que colgaban en ese lugar estaban torcidas. La barandilla de metal de la escalera se había aflojado. Todo indicaba que había ocurrido una fuerte pelea. Al pie de la escalera, en el centro de un inmenso charco de sangre, había estrelladas dos tazas de té con sus platos. Un tubo de plomo impregnado de rojo descansaba en otro sector del piso. Enseguida vieron algo más: el brazo de Sandra Rivett que sobresalía de una gran bolsa de lona ensangrentada.

Cuando el inspector Roy Ransonel llegó a la casa, el médico ya había declarado a Sandra Rivett oficialmente muerta. Verónica estaba herida y fue trasladada en una ambulancia al Hospital de St. George. El 7° conde de Lucan, John Bingham, no estaba por ningún lado.

Comenzaron a rastrear sus movimientos para armar el rompecabezas de lo sucedido esa noche. Se supo que John habría llamado a la puerta de Madelaine Florman, madre de uno de los compañeros de colegio de Frances, en Chester Square, entre las 22 y las 22.30. Madelaine sintió los golpes en la puerta, pero como se encontraba sola en su casa no abrió. Enseguida recibió una llamada por teléfono. El que hablaba decía incoherencias y ella colgó asustada. La policía descubrió en su puerta manchas de sangre.

A las 23, John llamó a su madre y le pidió que buscara a sus hijos de la casa de Lower Belgrave Street. Le dijo que había ocurrido “una catástrofe terrible”. Le relató que había pasado manejando frente a la casa, había visto a Verónica luchar con un hombre y había entrado para ayudar.

A las 00.30 de la madrugada del viernes John volvió a llamar a su madre Kaitlin y le dijo que la policía iría a interrogarla sobre él. Ella le rogó que fuera él quien hablara con la policía. John le prometió que lo haría más tarde, pero lo que hizo fue manejar 68 kilómetros hasta Uckfield, en Sussex, en el Ford Corsair. Allí visitó a su amigo Ian Maxwell-Scotts. Habló con él y con su esposa Susan y les contó su versión de los hechos: el hombre agrediendo a su mujer y el violento escenario que encontró al entrar. John les pidió papel y lápiz y escribió dos cartas que quedaron manchadas con sangre. Una fue para su cuñado Shand Kydd. En ellas decía que su ex sufría alucinaciones paranoicas y repetía que él era inocente.

A las 13.15 de ese viernes 8 de noviembre John se fue de la casa de sus amigos.

Dos días después el auto que usaba fue encontrado abandonado en el puerto de Newhaven, sobre el Canal de la Mancha. En su interior había manchas de sangre y un pedazo de un tubo de plomo idéntico al que se había encontrado en la escena del crimen. También hallaron en el vehículo una carta para el dueño del coche donde el conde reafirmaba su inocencia.

La orden de arresto que dictaron contra John Bingham no tuvo ningún efecto. Él no aparecía por ningún lado.

El asesino fantasma

La policía se dirigió al número 5 de Eaton Row, donde John había vivido desde 1973. Nada en el lugar daba pistas sobre lo ocurrido. En la cama de John había un traje y una camisa junto a un libro sobre millonarios griegos. La billetera, las llaves del auto, su dinero, el registro, el pasaporte y sus anteojos estaban en la mesa de luz. El Mercedes-Benz azul descansaba estacionado afuera.

El jefe de detectives fue a ver a Verónica al Hospital. Estaba sedada, pero pudo describir algo de lo sucedido. Su estado mental era deplorable. Un policía quedó de guardia en la habitación.

Mientras, el cuerpo de la niñera fue depositado en la morgue. La autopsia indicó que la muerte de Sandra había ocurrido antes de que su cuerpo fuera introducido en la bolsa de lona y que el arma era, efectivamente, ese tubo de plomo.

No había más sospechosos que John. De hecho, Verónica lo había reconocido y el ex marido de la niñera tenía una coartada comprobada.

 

Police buscando a John en la zona de Newhaven (Photo by Evening Standard/Hulton Archive/Getty Images)

 

Greville Howard, amigo de John, dijo en su testimonio ante la justicia que John había mencionado que matar a su esposa era lo único que podía salvarlo de la bancarrota. Incluso había hablado sobre cómo eliminar el cuerpo y que de esa manera “nunca sería capturado”.

Parte de lo que dijo se concretó: nunca lo atraparon. ¿Se fugó? ¿Se suicidó? Nada pudo probarse. Verónica optó por creer que él se había quitado la vida. En junio de 1975 se declaró a John Bingham culpable en ausencia por el asesinato de Sandra Rivett. Esa fue la última vez que a un juez, en Gran Bretaña, se le permitió realizar este procedimiento.

El asesino, a pesar del interés de la prensa y del pedido de captura internacional emitido por Interpol, no pudo ser localizado. Ni dentro de su país ni en el extranjero. Sobre su paradero hubo versiones de todo tipo. Su hermano Hugh sostuvo que John había escapado a África y que habría muerto en el año 2000. Otras teorías apuntaron a que John se había instalado en la India en una comunidad hippie con el nombre de Barry Halpin o que estaba en una colonia alemana nazi en Paraguay. También se dijo que trabajaba como mozo en San Francisco o que había recalado en el lejano continente australiano. Dentro de las hipótesis más descabelladas estuvo la que sostenía que el conde se había suicidado en el zoológico de Howletts, cerca de Canterbury, propiedad de su amigo John Aspinall, y que luego sus amigos habían tirado su cadáver a los tigres. Era una versión novelesca que Aspinall, por supuesto, negó.

Un hijo de Sandra Rivett, Neil Berrimen, está convencido de que el conde asesino, quien tendría hoy 87 años, está vivo todavía y refugiado en una congregación budista en Australia.

Luego de terminado el juicio en ausencia de su ex marido, Verónica Duncan debió ser internada en un neuropsiquiátrico y perdió la custodia de sus tres hijos. Los chicos fueron entregados en guarda a su hermana Christine. Cuando los chicos tuvieron 18, 15 y 12 años le mandaron a decir a su madre que querían ser parte de la familia de Christine y su marido William Shand Kydd. No querían verla y optaron por encolumnarse detrás de su padre ausente. Sobre todo, Frances y George. Dijeron creer que John era inocente, que había entrado a la casa porque escuchó gritar a su mujer, que quiso defenderla y que huyó porque sabía que iba a ser inculpado. Y que, luego, se había suicidado por las presiones.

 

La hermana de Verónica, Christine y su marido Bill Shand Kydd, fueron quienes recibieron en guarda a los niños

 

Se olvidaron de algunos detalles como la barra de plomo hallada en el auto abandonado por su padre, de las huellas de sangre y de todo lo que él había dicho en público. Nadie puede culparlos, con todo lo que atravesaron quizá negar lo obvio les haya dado algo de paz.

Scotland Yard siguió buscando durante décadas al conde John, pero sin éxito alguno.

Habiendo pasado veinticinco años del asesinato, en 1999, fue declarado muerto, pero esto no se oficializó hasta mucho después. Recién el 3 de febrero de 2016 se dictó la sentencia. Su hijo, el nuevo Lord Bingham y 8° conde de Lucan, dijo ese día: “Estoy muy feliz con la decisión del juez… Ha sido un largo proceso”. También agregó: “Mi punto de vista, el que me formé siendo un niño de 8 años, es que mi padre está muerto desde entonces. Posiblemente su vida había llegado al final (…) Más allá de su culpabilidad, hubiera ido de tribunal en tribunal, los medios de comunicación le hubiesen destrozado la vida, su carrera y la posibilidad de recuperar a sus hijos. Todo eso puede llevar a una persona a quitarse la vida… pero no tengo la menor idea”.

Esperemos que George (quien está casado con la hija de un rico empresario danés) pueda reescribir la historia familiar para poner en ella algo de felicidad.

Sexo a los golpes, soledad y muerte

Fue en 2017 que Verónica se animó a contar algo más sobre su matrimonio en una entrevista con ITV para el documental llamado Lord Lucan, mi marido: la verdad. Allí reveló cosas que sus hijos desaprobaron con amargura: “Diría que mi marido subió a un ferry y en medio del Canal de la Mancha se lanzó sobre las hélices del barco para que nadie pudiera encontrar sus restos. (…) Lamento que mi matrimonio haya causado la muerte de Sandra. Pero no puedo hacer nada al respecto, salvo recordarla. Y no la olvido”. Pero lo que realmente escandalizó a la sociedad inglesa y a su familia fue que contó que él le pegaba con un bastón en la cola antes de tener sexo: “…podía golpearme muy fuerte. Debía disfrutar con ello porque luego de las palizas teníamos relaciones. Mi marido orquestó una campaña para destruirme. Yo era una molestia y él era una figura imponente, un conde, y los médicos creían lo que decía de mí (…) Fui empujada hasta los bordes de la locura y manipulada psicológicamente, lo que me llegó a hacer pensar que estaba loca. (…) Yo aceptaba lo que los doctores decían y los horribles efectos colaterales como las alucinaciones…”.

Frances, George y Camilla (hoy tienen 57 años, 54 y 51 años) se indignaron con sus dichos. No la veían, pero tampoco querían que hablara. La preferían un fantasma como a su padre.

Si algo le faltaba a esta historia ocurrió unos meses después de esa entrevista. Verónica, por un acuerdo con sus hijos, estaba viviendo en la casa en la que John habitaba cuando desapareció, a metros de la casona familiar de la calle Lower Belgrave. El 26 de septiembre de 2017 a las 17.30, alertada por una conocida de Verónica que no la veía desde hacía unos días, la policía rompió una ventana de su domicilio. La encontró tirada en el piso del comedor. A su alrededor había desparramados varios libros sobre suicidio. Se había quitado la vida tomando un poderoso cocktail de drogas y alcohol. Su testamento no contempló a sus hijos: dejó su dinero para los sin techo y distintas obras de caridad.

La relación materno filial nunca había fluido. De hecho, Verónica no había sido invitada a la boda de ninguno de sus tres hijos y nunca conoció a sus cinco nietos. Tampoco volvió a verse con su hermana Christine. De la soledad y la lejanía familiar, en aquel único reportaje había dicho: “El tiempo pasó y mi vida transcurrió de una manera tranquila y sin sobresaltos. No veo la ventaja de verlos. Tampoco pienso nunca en mi hermana. Ella ya no está en mi vida”.

Con 80 años, las desdichas acumuladas y el futuro que le prometía el Parkinson deben haberle resultado demasiada carga, por lo que dispuso su propia muerte. Después de todo, la había postergado 43 años.