Manuel Barreto Hernaiz: Prudencia y mas prudencia

Manuel Barreto Hernaiz: Prudencia y mas prudencia

“Hay momentos en que la audacia es prudencia”
Clarence S. Darrow

Según los clásicos, la prudencia no es una ciencia ni un arte, sino una virtud consistente en aquella sabiduría práctica o capacidad, adquirida por la acumulación de experiencias, que hace actuar en cada caso.

Aristóteles decía que “la única virtud especial exclusiva del mando es la prudencia, todas las demás son igualmente propias de los que obedecen y de los que mandan. La prudencia no es la virtud del súbdito; la virtud propia de éste es la confianza en su jefe…”





Nos encontramos que el Diccionario de la Real Academia propone en la tercera acepción del término la siguiente definición: “Una de las cuatro virtudes cardinales, que consiste en discernir y distinguir lo que es bueno o malo, para seguirlo o huir de ello”.

No resulta fácil encontrar una exacta definición de prudencia, pero he aquí una aproximación que parece adecuarse al asunto que ahora nos ocupa: podemos decir que es la virtud moral que perfecciona nuestra razón práctica para elegir en toda circunstancia los mejores medios para alcanzar nuestros fines, subordinándolos al fin último. La virtud de la prudencia se basa en utilizar la racionalidad, pues perfecciona el intelecto práctico y la voluntad. Es regla y medida del acierto.

Etimológicamente el vocablo prudencia deriva de la voz latina prudentia, a su vez vinculada con providentia, ver desde lejos, fijarse en el fin lejano que se intenta, ordenando a él los medios oportunos y prever las consecuencias, hecho éste que nos indica que para lograrla se hace necesario contar con tacto y experiencia, ya que el prudente necesita prever las consecuencias de sus decisiones.

El fin de cuantos aspiran a dirigir este país, así como sus gobernaciones y alcaldías, debe ser la permanente búsqueda del bien común y de un elevado compromiso cívico; y esa interminable búsqueda debe acompañarse de la exigente prudencia política, sin dejar espacio para más desaciertos, excluyendo la insensata temeridad y precipitación que suelen conducir a la actuación sin la debida reflexión, propias de los políticos autosuficientes, desconsiderados e incapaces de ponderar la realidad del delicado momento en el cual les ha tocado asumir posiciones relevantes, bien sea por falta de madurez o de juicio; o por la presunción del logro asegurado. O por dejarse llevar por ideas preconcebidas, arranques extemporáneos y radicalismos innecesarios; sin ponderar rigurosamente los efectos negativos y divergentes de sus actos.

Se aparta de la prudencia aquel dirigente político que se obnubila por su pasión desenfrenada, por su orgullo y altanería. Para nadie es un secreto que el político torpe carece de prudencia, como tampoco resulta desconocido que la actividad política verdadera, es una de las mayores manifestaciones de prudencial sabiduría.

Ya lo sostenía Théophile Gautier: “En todo momento, los prudentes han prevalecido sobre los audaces”. Sin embargo, hace 500 años Maquiavelo lo planteaba al precisar cuál es la mejor alternativa del político: ¿la audacia o la prudencia? Él mismo se respondía: ambas estrategias son válidas legítimas y, de acuerdo a las circunstancias, la suerte puede favorecer la una o la otra. Se puede alcanzar el éxito o fracasar en el intento, siendo audaz y prudente. No obstante, señala que las circunstancias cambian, lo que obligaría a innovar en el actuar. Esta sería la clave para Maquiavelo.

Ubicándonos en el pensamiento contemporáneo, nos encontramos con lo anotado por el filósofo canadiense Michael Ignatieff en su obra “El mal menor”, quien, al exigir el retorno a la prudencia política, sentencia que el mal de las democracias modernas no necesariamente lo provocan las personas “malvadas” que actúan aisladamente, sino que está inducido por la ceguera y el cinismo imprudente con que actúan sus políticos.

A la luz de tales pensamientos, consideramos impostergable el momento para que nuestro líderes políticos no evadan la realidad y ponderen debidamente esas acciones imprevisibles e incontrolables muy propias en estos tiempos de intensas campañas en las cuales hemos escuchado una pobre y perniciosa retórica, en lugar de expresiones que logren convencer. Es cierto, en estos menesteres es recurrente que los vocablos sean altisonantes, pero no necesariamente denigrantes.

Y para concluir lo repetimos una vez más: se hace impostergable que todos los sectores que conforman esa notable mayoría opositora empiecen a tejer parámetros en común, en vez de enfatizar sus diferencias intrínsecas. De nada sirve que en la superficie todo parezca unificarse, si las raíces dejan ver dispersiones ambiguas y entramados discordantes. Prudencia, señores, prudencia y más prudencia.

Manuel Barreto Hernaiz