Un niño que jugaba en la playa y una carta de Einstein a Roosevelt: Cómo el mundo entró en la era atómica

Un niño que jugaba en la playa y una carta de Einstein a Roosevelt: Cómo el mundo entró en la era atómica

Albert Einstein le escribió una carta al entonces presidente de los Estados Unidos, Franklin Roosevelt, para poner en marcha la creación de una bomba atómica

 

El físico le escribió una carta de conciencia al presidente de los Estados Unidos para advertirle que existía la posibilidad de fabricar una poderosa bomba y que la Alemania de Hitler avanzaba en su construcción. La importancia de dos historias mínimas en los albores de la Segunda Guerra Mundial

Por Infobae





Adolf Hitler no creía en la física. Creía en la física aria, que es otra cosa. Desmanteló el equipo de físicos judíos que investigaban los alcances de la desintegración del átomo y, a los que no encarceló, los envió al exilio. Un grupo de ellos se fue de Alemania con el agua pesada para enriquecer uranio metida en aquellas botellas de cervezas color caramelo, que la protegían del sol. Las guardaron en los congeladores de las heladeras de Suiza, adonde fueron a vivir: junto a las cubeteras.

Esa fue una de las razones por las que Alemania no tuvo a tiempo su bomba atómica, lo que habría cambiado el resultado de la guerra y al mundo entero. Estuvo a punto de tenerla. Si no lo logró fue porque empezó a perder la guerra en 1943, después de la derrota nazi en Stalingrado, y porque Estados Unidos la desarrolló primero.

Y en el éxito científico y militar de Estados Unidos hubo dos factores decisivos, un tanto extraños, pero vitales: un chico que tonteaba en una playa y una diligente secretaria. Del chico no hay registro siquiera del nombre. La secretaria, en cambio, no era una secretaria más: era Marguerite LeHand, mano derecha del presidente de Estados Unidos, Franklin D. Roosevelt con quien, chismecito del ambiente, también mantuvo un romance. De no haber sido por ellos, el chico que tonteaba y Marguerite, las cosas hubiesen sido muy diferentes. Esta es la historia detrás de la historia.

La leyenda cuenta que Marguerite LeHand, además de secretaria y mano derecha del presidente de Estados Unidos, también era su amante

 

Pese a la expulsión de los científicos alemanes de origen judío, el Reich de Hitler iba a la cabeza de la investigación atómica, que no se llamaba así todavía. En marzo de 1939, el mundo estaba por estallar. Para que no estallara, para que aquella terrible Primera Gran Guerra Mundial que ensangrentó al mundo entre 1914 y 1918 no se repitiera, Europa le concedía a Hitler todo lo que exigía. Cuando Hitler exigió Checoslovaquia, y se la dieron, los alemanes se apropiaron de todas las minas de uranio checas y suspendieron la venta del mineral al exterior. Todo el uranio debía ir a Alemania. Hitler se lanzó entonces a conquistar Polonia en su deseo de dominar Europa y la Unión Soviética. Sólo que, esta vez, si Hitler invadía Polonia, habría guerra.

El desarrollo de la energía nuclear también estaba en experimentación en Estados Unidos, en abierta carrera con Alemania y contra los relojes. Alemania iba a veces a la cabeza. A menudo era Estados Unidos el que llevaba la delantera, bajo la batuta del italiano Enrico Fermi, que investigaba la reacción atómica en cadena parado sobre la teoría y los escritos de Albert Einstein. Fermi había huido de Italia, bajo el yugo fascista de Benito Mussolini, y Einstein había huido de la Alemania nazi en diciembre de 1932, un mes antes de la llegada de Hitler a la Cancillería del Reich. Ahora era un prestigioso físico que enseñaba en Princeton. Las cabezas del proyecto de investigación atómica americano, la cabeza práctica y la teórica, eran dos refugiados europeos.

Junto a Fermi trabajan tres húngaros: Leo Szilard, Edward Teller y Eugene Paul Wigner. Estaban nacionalizados, y habían llegado a Estados Unidos en su huida de la presión soviética y alemana sobre Hungría. El inglés de los húngaros tenía un fuerte acento y sus oídos intentaban adaptarse al hablar veloz de los americanos, a su slang que cambiaba día a día.

El físico Albert Einstein nació el 14 de marzo de 1879 en Ulm, Alemania, y falleció el 18 de abril de 1955 a sus 76 años (EFE Archivo)

 

Mientras Hitler prepara su invasión a Polonia, Fermi, Szilard, Teller y Wigner, ya saben lo de Alemania y el uranio checo. Así tienen la certeza de que no es sólo que Alemania investiga: va por buen camino. Son ellos quienes entienden que están en una carrera contra el tiempo, que necesitan presupuesto, equipos y más gente. Pero, ¿a quién van a convencer con eso de la desintegración del átomo y una nueva forma de energía, todavía insospechada? Lo único que puede salvarlos es interesar a Roosevelt y alertarlo del peligro que implica que Alemania disponga primero de esa nueva arma que se va a desprender de la división del átomo: una bomba súper poderosa que podría ser usada contra Estados Unidos.

Estados Unidos no está en guerra todavía. En la primavera de 1939 y cuando Europa es un polvorín, todavía faltan dos años y medio para que Japón bombardee Pearl Harbor. Pero Roosevelt y el poder militar americano ya saben que irán a la guerra y que su rival a vencer será Alemania. No piensan en Japón: la guerra será en Europa. Fermi y Teller creen, con razón, que sólo una carta personal de Einstein, que ya es una figura mundial, un Nobel de Física desde hace dieciocho años, puede interesar a Roosevelt. Entonces deciden ir a buscarlo para que la redacte y la firme.

A finales de julio de 1939, cuando Europa está por arder, los físicos húngaros llaman a Princeton. No, el profesor Einstein no está. Está de vacaciones. ¿Dónde? En Long Island, el profesor no dejó su dirección, en un pueblito tranquilo, pacífico y bucólico que se llama Peconic. El oído húngaro de Szilard entiende Long Island y el nombre de un pueblo que habrá tiempo de descifrar. Se larga a Long Island junto con Wigner para descubrir que el nombre del pueblito que dedujo por teléfono, no existe. Ni por asomo. Ambos lo sacan por deducción, más bien por aproximación, por mera fortuna y ya tarde, pasado el mediodía de aquel día de finales de julio. Pero tampoco dan con la casa de Einstein, si es que, por casualidad, están en el pueblo que buscan. Recorren las calles polvorientas y casi vacías, todo el mundo está en la playa, indagan sobre el paradero de Einstein. Inútil: nadie lo conoce. Tienen que volver a New York con la insatisfacción del deber no cumplido y quién sabe cuándo y cómo podrán hablar con el colega alemán.

El padre de Warburg, también científico, era amigo de Albert Einstein: se los ve en esta conferencia international de física que organizó Ernest Solvay en 1911. Casi todos los presentes eran premios Nobel. Entre los están Max Planck, Marie Curie y Jules Henri Poincare. (Couprie/Hulton Archive/Getty Images)

 

Antes, se juegan todo o nada a una carta imposible en la figura de un chico que tontea por la playa, lejos del ruido, del mar, de la juerga de sus amigos. Un muchachito de trece o catorce años que ve acercarse casi divertido a aquellos dos hombres de traje, camisa, corbata y moñito bajo el sol de plomo fundido de la una de la tarde. ¿No conocerás a un señor Albert Einstein? El chico no tiene idea. Es un profesor que llegó como turista, viene de New York. El chico dice que Peconic está lleno de turistas de New York. Bueno, pero este hombre es una figura conocida y prestigiosa, tal vez lo hayas escuchado nombrar. No, si lo hubiese oído nombrar, lo recordaría, no es un apellido común. Entre el hastío de la tarde a solas y los dos palurdos de traje que tiene delante, el chico no duda. Pide más datos. ¿Qué tan prestigioso es el profesor? Bueno, le dice Szilard, es un físico alemán… Al chico le brillan los ojos:. “¿Un físico? -pregunta- ¿No será un viejo medio pelado, con cara de loco y el poco pelo que tiene todo blanco y revuelto?” Szilard le dice que sí, que es ese. Y el chico los lleva ante Einstein, que vive a trecientos metros de la playa. Lo encuentran en pantuflas y pantalones cortos, violín en mano, tal como le enseñó su madre cuando le regaló el primer instrumento y creía que su hijo, de tres años, padecía cierto retraso mental, porque no hablaba.

Szilard dirá después: “En cuanto entendió las implicancias del proyecto y el peligro de que Alemania tuviese primero la atómica, estuvo dispuesto a ayudarnos”.

Del chico no hubo más noticias que las que Szilard dio como anécdota graciosa de aquel día. Quedaron con Einstein en que volverían con Teller, que hablaba muy bien alemán e inglés, para que Einstein dictara la carta en alemán y Teller la tradujera. El 2 de agosto de 1939, hace hoy 82 años, y un mes antes del estallido de la Segunda Guerra, Szilard y Teller regresaron a Peconic y Einstein dictó aquella carta trascendente y la firmó después de que Teller la escribiera en inglés.

Franklin D. Roosevelt le contestó la carta a Albert Einstein el 19 de octubre de 1939. En la misiva le decía que ponía en marcha un equipo liderado por los jefes del Ejército y la Armada para apoyar la investigación (AP)

 

Einstein puso las cosas en contexto y explicó con cierta sutileza qué era lo que pretendía. Habló de los trabajos de Fermi y de Szilard, explicó a Roosevelt que el uranio podía convertirse en una nueva forma de energía y sugirió que había ciertos aspectos “merecedores de atención y de una intervención rápida del Gobierno”. Después tornó a la insistencia, sin dejar de lado la cortesía, pero urgido por destacar el peligro que consideraba inminente: “Es posible pensar en la construcción de nuevas bombas con una potencia muy superior a las actuales. Una sola de estas bombas, trasladada en barco o explotada en puerto, podría destruir sin problemas todo el puerto y parte del territorio circundante”. Ni siquiera Einstein tenía plena conciencia del tremendo poder de la energía nuclear, habla de transportarlas en barco porque juzgaba que aquellas bombas, todavía teóricas, serían demasiado pesadas para que las cargara un avión.

En los fragmentos finales de la carta, con suma elegancia, Einstein le dice a Roosevelt: “Usted puede considerar deseable”, llevar adelante lo que él mismo le pide: que el gobierno de Estados Unidos se ponga en contacto con los físicos que capitanea Fermi, que nombre a una persona de su confianza, de la de Roosevelt, para que oficie de enlace, que destine los fondos necesarios para el proyecto, y que logre la participación de algunos laboratorios industriales y privados.

La carta de Einstein fue la llave que abrió el camino a la energía nuclear, con lo bueno y lo malo que trajo a bordo. Ahora, había que hacerla llegar a Roosevelt. Tenían que ponerla en manos de alguien de total confianza del Presidente a quien debía explicarle muy bien qué implicaban aquellas páginas. Antes, había que explicarle al mensajero el contenido del mensaje y su importancia. El inquieto Szilard creyó tener a la persona ideal. Era Alexander Sachs, un financista que había aportado a la campaña de Roosevelt y que era su asesor. Puso en manos de Sachs la carta de Einstein y le dijo: “Alex, el resultado de la guerra depende de esto”.

Mientras tanto, el 1 de setiembre Hitler invadía Polonia y dos días después, Francia y Gran Bretaña le declaraban la guerra a Alemania (Getty Images)

 

Pero la guerra no había estallado, todavía. Pasó todo agosto sin que Sachs hiciese nada: todo el mundo estaba de vacaciones, Roosevelt incluido. El 1 de setiembre Hitler invadió Polonia y el 3, Francia y Gran Bretaña le declararon la guerra a Alemania. Ahora sí, era la guerra. El 11 de octubre, convencido como nunca de la importancia del documento que tiene entre manos, Sachs pide una entrevista con Roosevelt que recibe de inmediato a su amigo y consejero en el Salón Oval.

Entonces Sachs comete un error terrible. Tiene miedo de dar mal el mensaje, cree que no hay nada más elocuente que la voz de Einstein, y le lee a Rossevelt, palabra por palabra, la larga carta del físico alemán.

Roosevelt se aburrió, entendió nada de lo que Sachs le decía, se quedó con la carta y soltó el comentario clavado que los gobernantes esgrimen en estos casos: “Alex, tal vez sea prematuro comprometer al gobierno en esto. Voy a nombrar una comisión investigadora para que me informe”.

Sachs entendió que había perdido la partida y que los alemanes iban a tener primero aquella bomba poderosa, capaz de decidir el destino de la guerra flamante.

Marguerite LeHand le permitió a Sachs, gracias a su persistencia, que el presidente de los Estados Unidos tuviera tiempo para leer el mensaje que le mandaba Albert Einstein

 

Decidió entonces hacer una jugada última y decisiva. Encaró a la secretaria de Roosevelt y le rogó: “Marguerite, metéme mañana en el desayuno del presidente”. Marguerite no era ni asesora de Roosevelt como Sachs, ni había hecho aportes a su campaña, como Sachs. Pero conocía el presidente de Estados Unidos mejor que Sachs. “Ay, Alex… Me temo que sea imposible. La agenda está completa desde las ocho de la mañana”. Sachs exigió cinco minutos antes de la agenda, cinco minutos antes del desayuno. No necesitaba más. El gran historiador William Manchester dice que Sachs apenas si pudo conciliar el sueño en su cama del Carlton Hotel de Washington, vecino a la Casa Blanca.

A la mañana siguiente, gracias a los esfuerzos y el poder de convicción de LeHand, Sachs estuvo de nuevo frente a frente con Roosevelt. Volvió a mencionarle la carta de Einstein y la probable producción de una bomba de gran poder, decisiva para la guerra en marcha. Y con gran astucia y sutileza, dijo que iba a “recordarle” al Presidente la historia de Robert Fulton, el inventor del barco a vapor.

Fulton había creado una maravilla que iba a cambiar la economía, la producción, el comercio, las comunicaciones y la vida social del mundo entero. También iba a cambiar el modo de hacer la guerra, por lo que en 1803 le llevó su invento a Napoleón que, para variar, estaba en guerra con Inglaterra. El emperador francés no vio, no entendió, o no quiso entender ni ver, los alcances del invento de Fulton. Pero Roosevelt entendió muy bien la parábola de Sachs, “Alex, -le dijo- ¿me querés decir que hay que evitar que los alemanes nos hagan saltar por el aire?”.

Roosevelt contestó la carta de Einstein el 19 de octubre. Le decía que había considerado muy importante su propuesta y que ponía en marcha un equipo liderado por los jefes del Ejército y la Armada para apoyar la investigación

Así fue cómo el mundo entró en la era atómica. Con el aporte extraordinario de científicos, políticos y militares, pero también por correspondencia, gracias a un chico que tonteaba en una playa y a una secretaria resuelta que conocía como nadie al principal habitante de la Casa Blanca.

La explosión de la bomba atómica en Hiroshima. | Foto: Vandal