Carlos Leáñez: Lengua, escala, libertad

Carlos Leáñez: Lengua, escala, libertad

Una lengua común, compartida a gran escala, en un marco de intercambios libres es un factor generador de inmensa riqueza y poder. El inglés es una lengua compartida a gran escala y en libertad en ese exitoso experimento llamado Estados Unidos. Pero si allí hablasen múltiples lenguas -como en la Unión Europea-, tuviesen un esquema político-económico no favorecedor de intercambios libres -como en la antigua URSS- o fuesen Estados separados -como los Estados hispanohablantes- distarían de ser una potencia mundial…

La lengua española, a pesar de dar voz a más de 500 millones de personas, no es compartida a gran escala a plenitud. En efecto, los intercambios potenciales entre hispanohablantes se ven trabados por las fronteras de más de 20 Estados diferentes. Ello impide que se genere el virtuoso trinomio lengua común/gran escala/espacio de libre intercambio, lo cual conduce a que la comunidad hispanohablante pese poco en los asuntos mundiales y a que los Estados que la constituyen sean más bien periféricos y dependientes.

El desaprovechamiento del idioma común -acelerador e intensificador máximo de intercambios- implica además un enorme costo de oportunidad. Los intercambios libres entre millones de personas que comparten un código lingüístico dan pie a una demanda amplia, unos costos bajos, una mayor capacidad para enfrentar la competencia mundial; proporcionan una oferta rica en calidad, cantidad y… diversidad.

Conviene señalar también que el aprovechar una lengua a gran escala conlleva un aumento de la diversidad cultural efectiva. Suele pensarse lo contrario. Según muchos, un mundo de islotes, que privilegia ante todo la identidad, es la fuente dura de la diversidad cultural. Pensamos que no. Al interior de un pequeño conjunto, dada la exigüidad de la oferta y la demanda, hay muchas menos posibilidades de combinación y especialización. Pensamos que en estas posibilidades está la fuente de una verdadera diversidad cultural; una portadora no solo de variedad, sino también de riquezas en todos los ámbitos. Un mundo de islotes es más bien el aseguramiento de una diversidad cultural menos variada, a todas luces portadora de menos riqueza; es un mundo susceptible de generar, por parte de oligarquías guardianas de las esencias de la tradición, un control social fuerte en cada subunidad y sobre cada individuo. Estas oligarquías, a su vez, dada su imposibilidad de producir soberanía política real, vistas sus pequeñas dimensiones, se hallan muy condicionadas por grandes poderes que sí aprovechan las grandes escalas. El destino de un islote es languidecer solitariamente tanto en lo cultural como en lo político, ser presa de los gigantes.

La hispanosfera debe incorporarse a la globalización desde un cuerpo grande. El archipiélago actual anula las posibilidades de una negociación óptima con los gigantes, condena a roles subalternos y -algo muy grave-: implica un riesgo cierto de pérdida acelerada de referentes culturales susceptible de generar desazón individual, inestabilidad política, retrocesos en la modernización, violencia. Al contrario, enfrentar los retos contemporáneos como comunidad cohesionada nos permitiría negociar con los gigantes en forma óptima sin ser arrollados: desde una posición de poder y autoestima, con reales posibilidades de absorber fructíferamente lo ajeno y de aportar desde lo propio a los otros.

Pero una absurda y limitante autoimagen negativa -convergente con los intereses de élites locales, en conjunción con poderes globales de las índoles más diversas- prolonga la irracionalidad de las celosas fronteras. Para justificar la existencia de débiles Estados, se aborrece, ignora o minimiza la herencia hispánica -nuestro lugar común, lo que nos une, lo que nos es principal- y se exacerban rasgos diferenciales entre hispanohablantes. Se busca así mantener e incluso multiplicar una fragmentación que mucho conviene a los poderosos: no desean un competidor más. Todas estas pulsiones centrífugas suelen asumir, en América, las máscaras del indigenismo; en España, la de los nacionalismos lingüísticos. A veces, incluso, estos antifaces dibujan la grotesca mueca del autoaborrecimiento total: se quiere, por ejemplo, fundar otro islote o ser estadounidense o alemán.

Ciertamente, una vez consumada la fragmentación de los hispanohablantes en el siglo XIX, se ha intentado de múltiples maneras reajustar las piezas del conjunto. Pero siempre en vano. Los esfuerzos que buscan mayor cohesión entre nosotros no han sido idóneos: se han dado en torno a cartografías inadecuadas -Iberoamérica, Latinoamérica, Suramérica, Latinoamérica y el Caribe-, de arriba hacia abajo, sin asideros reales en la sociedad y en torno a ideas irrealizables por anacrónicas, irracionales o meramente poéticas. No se trata de la restauración del imperio, ni de revoluciones pintorescas, ni de arielismos inmateriales, no.

El orbe hispanohablante prosperará desde la preservación y cohesión de la comunidad como un todo y el respeto de la diversidad de sus múltiples componentes. Es un delicado equilibrio, pero no se trata en modo alguno de un dilema. Se trata de una suma. Por un lado, una dimensión local que implica cierto grado de diversidad en creencias, rituales, gastronomías, festividades, costumbres, acentos, palabras e incluso lenguas: fuentes importantes de afectos e identidad. Por otro lado, el denso e irrenunciable común denominador: la lengua española, lengua materna -es decir, esencial y fundante- para el 94 % de quienes pueblan nuestros territorios; y, claro, la historia compartida desde 1492 hasta nuestros días, forja de un conjunto nuevo y gigante, desde la península ibérica hasta la Patagonia, con rasgos inequívocos de familia. Es esta familia extendida la que puede posibilitarnos el acceso a un rango mundial que nos permitiría no ser objetos de la política de otros, sino protagonistas de la propia, amén de proporcionarnos un vasto horizonte interior portador de amplísimas oportunidades. Es esta familia grande la salida de nuestros languidecientes islotes hacia perspectivas de verdadera plenitud.

Tenemos que ver lo que fuimos -primera potencia mundial en los siglos XVI y XVII-, lo que somos -un declinante archipiélago de impotencias- y lo que podemos llegar a ser -un bloque unido capaz de lograr soberanía efectiva y prosperidad creciente-. Y podemos llegar a este bloque porque, si bien nuestra unidad política voló en pedazos en el siglo XIX, nuestra comunidad lingüístico-cultural, asombrosamente, ha permanecido, y sobre esta robusta base hemos de agregar lo económico, lo político y lo jurídico. La tarea es inmensa, sí, pero factible, y esta factibilidad, unida a las promesas de salida del apocamiento y la irrelevancia, debería dar pie al entusiasmo imprescindible para abatir los obstáculos.

Debemos corregir la miopía: no pensar que las provincias -México, Ecuador, Costa Rica, España, Venezuela…- son la nación. La nación es la hispanosfera. Debemos sentir que nuestro punto de convergencia y cohesión -lo hispánico- es una fuente de orgullo, no la manipulación inhabilitante que monta la leyenda negra activada permanentemente por quienes no quieren vernos juntos jamás. Debemos superar ese conglomerado de ideas inidóneas que pretenden reajustar el conjunto desde nostalgias, revoluciones, lirismos, anacronismos. Pero en todo caso -en paralelo y desde ya, en las configuraciones que vaya siendo posible, desde el simple ciudadano hasta las instituciones que sean movilizables para presionar a los Estados-, debemos propender a abatir todo aquello que dificulte los intercambios entre nosotros, a generar ese espacio de libertad a gran escala fluidificado por la lengua común que irá produciendo una dinámica centrípeta capaz de retejer lo que fuera desgarrado.

Trascendamos el desaliento que da el girar en torno al campanario de la aldea. Es imperativo levantar la frente, otear el amplio horizonte, tener ganas de navegar hacia nuestras máximas posibilidades de la mano de nuestra lengua en un espacio libre e inmenso.


Carlos Leáñez Aristimuño es profesor venezolano. Su investigación y cursos interrelacionan Hispanoamérica, lenguas y globalización.

Este artículo se publicó originalmente en El Mundo (España) el 23 de abril de 2021

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