Juan Lozano: Entre vándalos y cacerolas

Juan Lozano: Entre vándalos y cacerolas

De pronto, miles de personas en todo el país sintieron, al término de una jornada de marchas que se había iniciado pacíficamente y terminaba desbordada por unos vándalos desenfrenados y criminales, que un cacerolazo era la síntesis perfecta para insistir en razones legítimas de inconformidad y, simultáneamente, rechazar la acción de los terroristas y violentos que, encarnados en el cuerpo de encapuchados cobardes, vandalizaban las ciudades de Bogotá, Cali y Facatativá.

Solamente en Bogotá, los daños al TransMilenio costaban más de 20.000 millones de pesos, según lo estimado por las autoridades, y afectaban la mitad de las estaciones del sistema. Claramente era un designio previo para generar caos, destruyendo el sistema de transporte masivo, análogo a la orden de destrucción del metro de Santiago que se había dado en Chile.

Ya los días anteriores, las autoridades habían expulsado de Colombia a presuntos agitadores violentos articulados en lo que se ha descrito como una estrategia transnacional de destrucción. Pero aquí no hay lugar para reduccionismos. La Policía dijo que el Eln estaba pagando agitadores. Y probablemente las disidencias de las Farc, también. Y había vándalos de exportación. Y vándalos locales. Y ladrones de ocasión. Se sumaron muchos factores, con muchas expresiones. Los saqueadores de almacenes son distintos de los vándalos ideologizados, de los embrutecidos, de los drogados o de los importados.





Por eso, el primer cacerolazo, más que las propias marchas, fue multiestrato y multirregional. Y por eso fue creciendo, en la primera jornada, al filo de las 10 y hasta la medianoche, espontáneamente, naturalmente. Aunque algunos dirigentes invitaban al cacerolazo, las gentes se fueron sumando libremente, sin hacerle caso a nadie, sin pretender que los etiquetaran en ningún colectivo social, en ningún partido político. Era la respuesta democrática a la agresión vandálica.

Pero a la noche siguiente, en este dramático toma y dame que tiene como únicas víctimas a ciudadanos indefensos, los vándalos hicieron de las suyas y provocaron una noche de terror que ameritó el primer toque de queda en casi cinco décadas en Bogotá. Las víctimas del pánico fueron, inicialmente, familias humildes que sintieron que en una noche de anarquía y descontrol podían perder todo lo que habían conseguido en la vida a punta de trabajo, sacrificio, esfuerzo y dedicación. Ya en Cali se había vivido lo mismo la noche anterior.

Y el sábado ocurre la tragedia del estudiante impactado en medio de una movilización no autorizada en la que también se registraban agresiones contra la Fuerza Pública. Nada puede justificar los excesos de fuerza del Estado. Nadie. Son inaceptables. Y deben ser individualizadas. De manera que se puedan establecer las circunstancias particulares en cada caso. Pero nadie puede negar, tampoco, que el grueso de la Fuerza Pública, de nuestros policías y soldados, la inmensa mayoría, ha actuado con valentía, patriotismo y apego por los derechos humanos, incluso cuando ellos mismos han sido víctimas de agresiones brutales.

A mí, particularmente, me gusta que se abra una agenda plural, amplia, participativa y democrática de diálogo social que se ocupe de tantos sobregiros acumulados por décadas y heredados por este gobierno. Es justo y necesario. Me gusta que el Gobierno Nacional y los gobiernos locales escuchen los clamores populares, que los tramiten, que los recojan, que los interpreten. Creo en la buena fe del Presidente. Y me parece importante que esa agenda se vaya desarrollando con una mezcla de serenidad y firmeza, al mismo tiempo que se vaya levantando entre la ciudadanía y la Fuerza Pública un muro definitivo contra los vandalismos de todo pelambre y contra los instigadores de odio y violencia que anteponen sus cálculos políticos o sus enemistades a la búsqueda del bien colectivo.


Publicado en El Tiempo (Colombia) el 25 de noviembre de 2019