Guido Sosola: Érase el cuarenta y ocho

Guido Sosola: Érase el cuarenta y ocho

Un asunto ya remoto y completamente ajeno a las nuevas generaciones, un 24 de noviembre de 1948 cayó el presidente Gallegos, dando al traste con una experiencia inédita en nuestro historial republicano. Ya había adquirido consistencia y empuje todo un proyecto corporativo que falló por enero de 1958, debido a las inevitables pugnas internas suscitadas al interior de las Fuerzas Armadas, quizá uno de los resultados que sugiere la perspectiva del Estado Cuartel, la consabida tesis formulada por Harold Lasswell en los años cuarenta.

Todavía en nuestra adolescencia, el aniversario del incruento derrocamiento llamaba la atención de algunos medios, diluyéndose – luego, definitivamente – como una curiosidad propia de las etapas previas a las grandes bonanzas petroleras. Pacificado el país, estremecido de vez en cuando por sus ruidosas fiestas, los regulares comicios y las jornadas casi laborales de los encapuchados que desafiaban a las fuerzas policiales en las principales arterias de la ciudad, Delgado-Chalbaud o, mejor, Raúl Amundaray, quien estupendamente lo caracterizó para la televisión, constituyó una rareza y una extravío lejano de la Venezuela institucionalmente estable.

El asunto quedó para los profesionales de la historia, e, incluyendo los papeles desclasificados de la embajada estadounidense en Caracas, aún insuficientes, son notables los textos que nos imponen de lo acaecido en una ciudad que no supo de las infiltradas fuerzas republicanas del exilio español, dispuestas a defender al régimen depuesto, según los rumores esparcidos por entonces. La consulta directa de las fuentes hemerográficas, como la de los Diarios de Debates del parlamento, nos permiten observar la aquiescencia expresa o velada de los partidos adversos a Acción Democrática ante el hecho de fuerza, sobre todo respecto a COPEI, dada las inmediatas expectativas formuladas y el ambiguo lenguaje empleado en sus comunicados que bien podríamos entenderlo en el marco de una teoría de la incertidumbre.





A propósito de un intenso debate de los congresistas, por la restricción y suspensión de las garantías constitucionales, en febrero de 1961, Caldera, por entonces presidente de la Cámara de Diputados, recodaba los hechos de 1948, negando cualquier participación, para precisar que “vivimos la experiencia, porque amargamente sentimos que muchas veces nuestras mejores palabras fueron instrumentos usados por los enemigos de la libertad y de la democracia”. Días después, el presidente Betancourt clamaba por evitar que “se repitan veinticuatro de noviembres”, ante las arremetidas de las extremas izquierda y derecha.

No se justificaba un golpe de Estado en 1948, contra un presidente legítima, limpia y claramente electo por la ciudadanía en libres comicios; en un país que, con todos sus problemas, no se moría de hambre ni estaba atragantado por la inflación, con instituciones vivas y reconocidas, partidos variados, donde no estaba tampoco en riesgo la institución castrense misma. Hace setenta años, el zarpazo fue contra un presidente de una extraordinaria autoridad moral.