Venezuela: ¿Una autocracia competitiva? por @MichVielleville

Venezuela: ¿Una autocracia competitiva? por @MichVielleville

thumbnailmichelle

 

El cambio parece ser uno de los rasgos más distintivos de nuestra época. Especialmente en la arena política, donde la realidad de los Estados ha venido plagada de fenómenos nuevos, y que exigen una mayor atención en el análisis, para su adecuada comprensión e interpretación.





En este proceso, intentar clasificar a los sistemas de gobierno en democracias, o autocracias, en sentido pleno, como algunos analistas tradicionalmente han recurrido en hacer, se ha convertido en toda una labor bastante compleja, y difícil de determinar, toda vez que en la actual realidad de los sistemas políticos se presentan elementos de ambos modelos, en combinaciones y emulsiones; y ello hace más embarazosa la tarea de clasificarlos en una tipología específica.

En razón de lo anterior, con la intención de poder aproximarse de una forma más ajustada a esos cambios en la realidad, algunos académicos han acordado en llamar a estos regímenes políticos de desconocida naturaleza “autocracias competitivas”, o estructuras de poder híbridas. Al respecto, Steven Levitsky y Lucan A. Way (2002) se convierten en pioneros en el uso del concepto y en referencias obligadas. Estos politólogos realmente han contribuido de modo importante a la definición de este modelo político de análisis. Así, luego de la publicación de su extraordinario artículo “Elecciones sin democracia. El surgimiento del autoritarismo competitivo” coloco en el centro de la discusión política un concepto verdaderamente innovador, cuyo valor, precisamente, se manifiesta en su vigencia para pensar las coordenadas de nuestro tiempo.

El aspecto verdaderamente característico de este tipo de régimen político es la presencia de instituciones democráticas, pero al servicio exclusivo de la clase política de turno; ello quiere decir que éstas estructuras sólo cumplen la función de serlos medios formales para el logro de los objetivos del pequeño grupo que controla el poder, en desmedro de los intereses de la ciudadanía. En tal sentido, las autoridades se encuentran con la libertad de violentar en más de una ocasión los estatutos consagrados en el ordenamiento jurídico, los cuales deberían asegurar los elementos fundamentales para el desarrollo del modelo democrático, sin ninguna respuesta institucional que pueda contrarrestar ese comportamiento arbitrario y antidemocrático de una forma proporcional.

De acuerdo con nuestros autores, una autocracia competitiva no es una democracia, pero tampoco un autoritarismo en sentido pleno. Para resolver lo primero, los autores sostienen como elemento nodal que toda democracia debe asegurar cuatro aspectos fundamentales: primariamente, los cargos al poder ejecutivo y legislativo tienen que ser elegidos a través de un proceso electoral libre y justo; también todos los ciudadanos tienen la posibilidad de ejercer su derecho al sufragio sin ningún tipo de exclusión; todas sus libertades y derechos políticos son asegurados en un modelo de gobierno democrático auténtico; y finalmente sus gobernantes tienen todo el poder de ejercer su autoridad libremente, bajo ningún tutelaje militar o de naturaleza religiosa.

Según Steven y Way (2002) ciertamente en un gobierno democrático no siempre podrán cumplirse a cabalidad estos principios. Pero en una autocracia competitiva es más recurrente el irrespeto continuo a cada uno de ellos. Y aún pudiera llegar a ocurrir en este tipo de régimen híbrido una habitual tendencia a convocar elecciones, pero de llevarse a cabo se hacen bajo unas condiciones de competencia desiguales entre el gobierno y la oposición, con relación al uso de recursos, y caracterizadas por la incesante persecución hacia todo candidatoque represente una seria amenaza para la estabilidad del poder de la élite política.

Pero también, vale aclarar que una autocracia competitiva tampoco es el reflejo pleno de un modelo autoritario. Así, en la perspectiva de nuestros autores, si bien en los sistemas híbridos los actores políticos tienen la potestad de utilizar a conveniencia las instituciones democráticas, ello no significa que cuenten con la capacidad de anularlas definitivamente. En tal sentido, es por ello que no pudiendo quebrantar el ordenamiento jurídico de una forma visible, las autoridades acuden a emplear otras estrategias menos evidentes, como la “cooptación” o el chantaje político, para acorralar a sus adversarios políticos y suprimir así a los movimientos disidentes.

En Venezuela se ha intentado utilizar prescripciones formales, con la intención no de garantizar sino, por el contrario, violentar los derechos civiles y políticos de los ciudadanos, y también para restringir la competencia en el sistema político. Al respecto, cuatro eventos puntuales, bastante recientes en el acontecer político cotidiano, confirman que nos encontramos frente a una autocracia competitiva afianzada y descarada.

Primero, las últimas declaraciones de la Fiscal General de la República, Luisa Ortega Díaz, sobre la violación al orden constitucional por las sentencias, emitidas por el Tribunal Supremo de Justicia, que sustraen las funciones de la Asamblea Nacional, y conceden poderes especiales al Ejecutivo, demuestran la fragilidad de las instituciones del Estado venezolano y la posición servil de la justicia del país a los intereses del gobierno de Nicolás Maduro.

Segundo, con respecto al Consejo Nacional Electoral y su posición de continuar negándose a presentar un cronograma electoral que fije la fecha definitiva, primeramente a las elecciones a Gobernadores constitucionalmente pautadas para el año pasado, y también (tercero) para elegir a los alcaldes y concejales municipales; este comportamiento del poder electoral no es más que una muestra descarada de falta de autonomía de las instituciones, la supresión de los derechos políticos de los venezolanos, y la sumisión  ante un gobierno que le tiene miedo al voto del pueblo, cuando sabe que los resultados le serán completamente adversos.

Cuarto, la inhabilitación de Henrique Capriles Radonski y la persecución a demás dirigentes políticos de la Mesa de la Unidad Democrática es otra muestra fehaciente de las prácticas de un gobierno que acosa y persigue a su disidencia, y está dispuesto bajo cualquier pretexto a promover condiciones desiguales entre ellos y su oposición; ello supone manipular desde temprano los resultados electorales futuros, al intentar colocar de esta forma los candidatos que ellos quieran y no los seleccionados por la ciudadanía, y así bajo esta razón tratar también de dividir a la MUD.

Sin duda, nos encontramos ante un régimen político que quebranta los supuestos mínimos de una democracia, pero al mismo tiempo trata de utilizar la fachada de las instituciones democráticas para respaldar sus artimañas, al no poder eliminarlas. No obstante, estamos seguros que el pueblo y el liderazgo democrático tienen en sus manos, a través de la lucha pacífica en las calles, el poder para lograr modificar y transformar esta realidad en un escenario que pueda ser favorable para el establecimiento de un modelo de gobierno democrático verdaderamente auténtico. Sólo nosotros podemos convertirnos en los autores de nuestro propio destino.