Armando Durán: Transición para la transición

Armando Durán: Transición para la transición

1.

Nicolás Maduro fue claro y terminante la tarde del viernes después de reunirse con el presidente de la Autoridad Palestina, Mahmud Abbas: “Una cosa es tener una mesa de diálogo”, sostuvo ante los periodistas que habían cubierto el encuentro, “y otra una mesa de componendas y negociaciones. Aquí no venimos a negociar nada.”

Se trata de una declaración reveladora, en primer lugar, porque desde su escueta visión del mundo, negociar algo  equivale a una componenda, un acto político éticamente reprochable por definición; y también, porque tal como señala El Nacional en su editorial del sábado, no es lo mismo dialogar que negociar. “El diálogo”, nos advierte el editorialista, “permite que los enfrentados expongan puntos de vista y exploren opciones para llegar a acuerdos”, pero nada más, sin asumir compromiso en ningún momento. Algo así como tomarse en ocasiones un amable cafecito a las 5 de la tarde y poco más. En cambio, dentro del marco de una negociación, “se le baja el tono al conflicto, se presentan las exigencias propias y se designan garantes transparentes y vinculantes para garantizar la solución del conflicto.”

O sea, que en estas tertulias periódicas entre representantes del Gobierno y de la operación, mientras los del Gobierno conversan por hablar, quizá, y ese sería su único objetivo real, para conocerse mejor,   el otro sector, el de la oposición que participa en estos encuentros, aspira a negociar, cuando menos, cuatro acuerdos concretos que permitan alcanzar, en una primera etapa, lo que podríamos calificar de modus vivendi entre ellos y con todo el país, un consenso mínimo que nos permitiría avanzar más o menos juntos hacia la normalización política y la convivencia ciudadana.

Lo terrible de esta franca declaración de Maduro es que le arrebata a lo que por comodidad todos llamamos diálogo, pero que cada quien caracteriza a su manera, su cómoda ambigüedad. El país democrático, chavista y no chavista, no quiere hablar por hablar, sino negociar acuerdos concretos para resolver constitucionalmente la crisis y superar los obstáculos que le cierran a Venezuela el camino hacia el futuro. Ahora, cuando la inmensa magnitud de esta crisis no permite seguir alimentando nuestras esperanzas de cambio con equívocas interpretaciones de lo que en verdad es una contradicción esencial y devastadora, lo que unos y otros definen como Gobierno, oposición y “mesa de diálogo”, no pasan de ser tres eufemismos más.

2.

No cabe la menor duda: a las protestas estudiantiles de estos últimos 100 días hay que situarlas en el centro del desolador escenario nacional. Entre otras razones, porque esa mezcla de firmeza y audacia juvenil ha tenido la virtud de definir los campos en el confuso panorama político de Venezuela. Vaya, que desde el 12 de febrero pasado ya no se puede seguir hablando paja sin perecer en el intento. Exactamente, y eso no beneficiaría a nadie, lo que está a punto de ocurrirle a la MUD si no reacciona rápidamente y de manera convincente. En definitiva, desde el 12 de febrero, las cosas comienzan a tener otro nombre, el que siempre debieron tener, y recurrir como hasta ahora a tomar el rábano por las hojas no sirve sino para terminar de hundir al despistado en la nada y el olvido.

La crisis que nos amenaza a unos y a otros por igual, que ha conducido la economía pública y privada a un colapso racionalmente inexplicable y que coloca a los venezolanos que no sean ricos más allá de cualquier duda, al borde de la indigencia y del hambre de todo tipo, es un reflejo cabal del fracaso de las élites políticas, económicas y culturales del país a la hora de interpretar la realidad venezolana. De manera muy principal, al fracaso de la clase política dominante de ambos sectores de la sociedad.

Puesta contra la pared, la Venezuela actual se ha venido desvaneciendo peligrosamente ante los ojos del país y del mundo. A todas luces, la oposición oficializada en la MUD, y no es nada personal, señor Aveledo y compañía sino consecuencia de un análisis que a estas alturas nadie discute sobre los propósitos y los resultados del empeño: en su sacrificio sistemático de valores democráticos innegociables para no enturbiar anacrónicas acciones políticas que propician sin tener en cuenta la exacta naturaleza del sistema de gobierno que padecemos desde hace casi 15 años, ha sido dolorosamente puesta en evidencia por la realidad que encarna la protesta estudiantil. La firme denuncia de la MUD a la manipulación chavista de la llamada Mesa de Diálogo es la respuesta inevitable, no a las presiones de Miami, como denuncia condicionada de Maduro para no admitir las circunstancias, sino a la presión, cada día más justa e insostenible, de un pueblo que ante la postura de su juventud se resiste finalmente a seguir creyendo en pajaritos preñados.

Lo mismo ocurre en las filas de chavismo. Una vez más, Nicmer Evans, uno de intelectuales del socialismo venezolano mejor formados, desde su columna semanal en el diario 2001, mete el dedo en la llaga. En esta ocasión para advertirle a Maduro y al país el drama existencial y político que se vive en las filas del PSUV y de sus partidos aliados:

“Ignorar”, nos dice Evans el pasado viernes, “el descontento dentro del chavismo recogido en los más recientes estudios de opinión de Venebarómetro, Ivad y Datanalisis, donde se refleja la disconformidad de 50 por ciento del chavismo sobre la situación actual y el destino del país, y que 30 por ciento del chavismo niega ser ‘madurista’, es darle la espalda al legado de Chávez sobre la importancia que le daba a la opinión pública y al sentir de las bases populares revolucionarias… En ocasiones, apoyar la construcción del socialismo  y el legado de Chávez pasa por no apoyar acciones incoherentes del Gobierno. Eso es lealtad.”

Esta dura crítica que surge de las entrañas del chavismo y el rechazo de un sector importante de la sociedad civil a la indefinida postura de la MUD frente a los desmanes del Gobierno, abren una seria interrogante entre los partidarios del chavismo y de la oposición. ¿Cuál es la opción a tomar en este punto crucial de la historia nacional? ¿Seguir transitando por los caminos habituales de mirar hacia otra parte, o pensar seriamente que la única alternativa para evitar el desmantelamiento total de Venezuela es acordar entre todos un cambio de rumbo definitivo que salve tanto a unos como a otros?

3.

En su columna habitual de los domingos, “Tiempo de palabra”, Carlos Blanco nos indica ayer dos hechos a tener muy en cuenta. Uno es evidente, duélale a quien le duela: a todas luces, la transición comenzó hace un buen rato. El otro, como consecuencia natural de esta verdad, resulta inevitable. Tarde o temprano  “se producirá una convergencia de diferentes texturas (yo quisiera añadir que entre diversas tendencias de chavistas descontentos también) y vendrán renuncias, nuevo CNE, nuevas elecciones y un nuevo país.”

Que así sea. Pero para que este fenómeno “inexorable” se produzca, tiene que ocurrir algo que nadie parece estar aún dispuesto a asumir. Ante el fracaso ostensible de estos encuentros que llaman diálogo, primero habrá que plantearse dos mesas de negociación paralelas. Una del chavismo, otra de la oposición. Para extirpar en ambos campos los argumentos, prácticamente todos irracionales, que hacen imposible hasta una unidad de criterio del chavismo por un lado y de la oposición por el otra. ¿Es posible que en medio de esta diversidad de posiciones contradictorias pueda alcanzarse algún acuerdo constructivo?

Lo cierto es que Maduro no tiene el monopolio del legado de Chávez, como nos lo recuerdan cada día algunos espíritus inquietos del socialismo venezolano, ni la MUD puede seguir pretendiendo que son ellos, en exclusiva, quienes pueden ejercer el liderazgo y la vocería de la oposición. En otras palabras, que antes de plantearse la muy ambiciosa mesa a la que se sienten representantes del Gobierno y la oposición, no para seguir dialogando, por favor, sino para negociar una salida aceptable para todos, que nos permita salvar lo que en verdad nos atañe a todos, antes debemos, y en eso consiste la democracia, acordarnos con quienes compartimos un mismo punto de vista sobre Venezuela. Esa sería, por ahora, la única transición plausible para el chavismo y la oposición. Después, y sólo después, podríamos plantearnos con seriedad y realismo discutir sobre una transición que al menos nos permita asomarnos a lo que Blanco llama  un nuevo país.

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