Gonzalo Himiob Santomé: El monólogo perenne

Todas estas tardes han terminado nubladas. El tráfico ha ido a poco a poco recuperando su arritmia de “clases regulares” y nuestra ciudad, Caracas, sale de las vacaciones a paso cansado y sin ánimos. Lo poco que queda del año, menos de cuatro meses, se anuncia como esos nubarrones que más o menos a las tres de la tarde ya empiezan a oscurecernos los días capitalinos. Vas en la cola, ya parte de nuestra diaria rutina, y ni siquiera la lentitud del tráfico te permite reposo. Tienes toda tu atención y tus esmeros puestos en la vía y en los retrovisores. Te desdoblas. Una parte de ti se ocupa de mover tu vehículo, dentro de lo que se puede, mientras otras se ocupan de escuchar las noticias que desde la radio te llegan entre canción y canción, de pensar en cómo harás para que te alcance para llevar el pan a la mesa y a la vez comprar los útiles escolares, y de evitar que el hampa decida que hoy es a ti a quien le toca rendirse, o caer, a sus pies.

 





Con respecto a la conmemoración del fallecimiento de Allende, y a propósito también de la infausta concreción de la denuncia del gobierno contra la Convención Americana de DDHH, en uno de estos espacios de oscura inmovilidad a los que nos fuerza la realidad en estos días, me di a la tarea de leer en las redes sociales las opiniones y expresiones de muchos oficialistas sobre tales hechos, pero no tardé en perderme en otros temas a la velocidad vertiginosa a la que se mueven las redes sociales en nuestra nación atribulada. Además de las notas cliché, tan semejantes que parecen salidas todas de la misma olla, todos los temas que se planteaban daban para mucho más que su simple consideración. Pasó con aquellos hechos, como ocurre hasta con los comentarios sobre el desempeño premundialista de nuestra Vinotinto y hasta con las fotos de bellas mujeres que se muestran en la web, lo que desde hace tiempo, demasiado diría yo, nos ha pasado: Los tomamos como base para discutir todo lo que nos pasa, tenga o no que ver con el tema de origen.

 

Desde acontecimientos de gran trascendencia internacional, hasta las lolas al aire o el “picón” supuestamente espontáneo de la vedette de turno, pasando entre los dos extremos por cuanto tema se asome al conocimiento general, a todo le sacamos punta para encarcelar nuestras palabras y comentarios tras los duros barrotes de la defensa de nuestras propias posturas políticas. Tal o cual famosa animadora termina, por ejemplo, su relación amorosa con tal o cual actor, y dependiendo de nuestras simpatías o antipatías la relacionamos automáticamente con cualquiera de los bandos políticos en pugna y la medimos con esa vara. Caen quejas sobre César Farías por lo que ha sido su papel como director técnico de nuestra selección y no perdemos la oportunidad, alentada por los exabruptos de Pedro Carreño entre otros, de acotar que nuestro fútbol estaría mejor o peor si una u otra fuera nuestra dirigencia política. Dudamel, la Sinfónica y la Coral Juvenil  “Simón Bolívar” descosen la lona en Salzburgo con la Sinfonía 3 de Mahler, y los unos y los otros nos ocupamos es de pelearnos sobre si eso es o no un logro “Hecho en Socialismo”. No nos damos cuenta de que, al buscarle a todo y automáticamente la veta política, nos encarcelamos voluntariamente en una dinámica que nos encapsula y aísla de las demás realidades con las que, nos guste o no, debemos convivir, bajo la mirada complaciente de aquellos a los que no les interesa que la polarización cese; y lo que es peor, perdemos la oportunidad de abrir espacios en los que sea lo positivo, lo que nos enlaza y nos identifica como gentilicio, lo que nos permita mirarnos como iguales contra lo que buscan y quieren quienes ganan, de bando y bando, al mantenernos separados y mirándonos los unos a los otros como boxeadores en esquinas distintas, supuestamente irreconciliables a muerte.

 

Peor es que muchas de nuestras reacciones ante todo lo que acontece, movidas desde nuestras entrañas por la inclemente polarización, no son debate ni intercambio. Nada fructífero, más allá de la simple descarga emocional, nace de estos “duelos” virtuales o mediáticos en los que todos hablan al aire de todo pero nadie termina, en realidad, diciendo algo significativo o concluyente. Para ello sería necesario que desde nuestros liderazgos hasta nosotros mismos tuviésemos, primero, la capacidad de colocarnos en el lugar del “otro”, validándole como interlocutor con derechos como los nuestros, comprendiéndole y aceptándole en su visión diferente; y luego, la de ser capaces de ceder, al menos en los aspectos no esenciales de nuestras posturas y valores, para lograr algunos acuerdos, algunos puntos de enlace o de identificación mínimos, que nos permitan, desde allí, desde lo que nos une (que no desde lo que nos separa) construir una nueva e indispensable forma de vinculación entre nosotros, por disímiles que sean nuestras posturas.

 

El punto es que hemos reducido nuestra capacidad de diálogo al insulto o a la simple expresión de lo que nos disgusta, sin tomar en cuenta además que la palabra dicha o escrita que no busca, valora o respeta a sus destinatarios no crea, sino destruye. No dialogamos, monologamos, y lo hacemos las más de las veces desde lo que nuestras tripas nos imponen, no desde la comprensión de que de todo intercambio entre personas cabe esperar vocación de trascendencia y el logro de un objetivo común. Veo todo esto y comprendo cómo es que todavía hay oficialistas que intentan hacerle creer al mundo que en nuestro país todo “está bien” cuando estamos por llegar a ser la nación con mayor inflación acumulada del planeta, cuando la gente literalmente se cae a golpes por un pollo o por unos paquetes de harina, cuando el hampa cobra las vidas de casi 60 ciudadanos al día y cuando en esta “potencia energética” no hay luz y hasta la gasolina y el gas tenemos que traerlos de otras naciones. Veo esto y comprendo cómo es que hay opositores, que aún sin pasearse por realidades distintas de las que ellos mismos viven, descalifican de entrada y desde la cintura todo lo que se diga desde la otra acera sólo porque es un oficialista el que lo dice.

 

Puro monólogo pues. Chávez fue el primero que lanzó esas piedras. Para él todo lo que ocurría, todo, tenía que ver con una ilusoria confrontación entre el “socialismo” y el “capitalismo”, y su discurso jamás tomó en cuenta a esa otra Venezuela que nunca le acompañó. Pero no han sido él, o Maduro ahora, los únicos que nos han hecho caer en esas trampas. Llevan su cuota de responsabilidad en esto algunos líderes opositores que también se ceban en la hiel del soliloquio perenne. El día que aceptemos, por difícil que sea, que debemos rescatar e insistir en el valor de la palabra, del intercambio y del diálogo, por encima de la estéril confrontación, toda esta debacle comenzará a trasegar el camino hacia su final.